
Álvaro murió la otra tarde en el hospital a los 47 años. Era un tipo inteligente y brillante en muchas facetas, con una mente creativa en permanente ebullición y una habilidad innata para sacar adelante cualquiera de sus ideas. También fue el niño que me agarró de la mano en mi primer día de colegio y quien me enseñó algunas cosas esenciales para desenvolverme en el mundo: montar en bicicleta y conducir motos, construir y volar aviones de madera, afeitarme con cuchilla, convertir cajas de frigoríficos en naves espaciales, tocar Sol-Mim-Do-Re en la guitarra, escuchar a Barón Rojo, liar cigarrillos, disfrutar del olor a café por la mañana, poner una moneda como contrapeso sobre la aguja del tocadiscos, evitar el desodorante en los huevos porque escuece… Álvaro era mi hermano mayor, por eso él siempre fue un paso por delante en casi todo lo relativo a crecer y enfrentarse a la vida. Aunque su última gran lección fue la valentía y la generosidad con que se enfrentó a la muerte.
Álvaro llevaba dentro la música. De crío tocaba los teclados en un grupo de nombre rimbombante, ‘Impacto 89.0’, en el que la joya del repertorio, al menos para mí, era el ‘¡Hola mamoncete!’ de Ilegales. Componía canciones en su Korg M1 y me hubiera enseñado a defenderme al piano de haber tenido yo facultades para ello. Como me habría enseñado a volar si mis pies hubieran estado, como los suyos, más cerca del cielo que del suelo. Quién sabe de dónde le vendría esa obsesión por volar, que comenzó a exteriorizar desde muy pequeño. Con siete u ocho años me animó a acompañarlo a una de las carpinterías del pueblo para pedir unos listones de madera, después de haber robado del armario de nuestra madre una sábana lo suficientemente grande. Con ese material y unos pocos clavos armó unas alas rudimentarias, leonardinas, a bordo de las cuales saltamos desde el terraplén que teníamos más a mano. Un rato después fuimos a buscar la mercromina, doloridos y felices.

Álvaro fue muchas cosas pero, por encima de todas, fue aviador. Lo era cuando construíamos aviones de aeromodelismo para volarlos en el campo de fútbol. Cuando convencía a nuestro padre para que los domingos nos llevara a aeródromos de todo tipo a montar en cualquier artefacto con capacidad para elevarse del suelo. Cuando saltaba con su ala delta desde el cortado de Miralrío o desde la Muela de Alarilla. Lo era cuando consiguió la licencia de piloto deportivo, cuando se fue a Francia y se trajo a rastras un ultraligero, cuando miraba al cielo y sabía el origen y el destino de cada avión que pasaba sobre nuestras cabezas, cuando construía drones con los que grababa vídeos espectaculares sobrevolando Jadraque. Era un piloto excelente, dotado de un talento innato para interpretar las leyes de la aeronáutica. Amaba volar de una forma apasionada y radical, y en alguna ocasión intentó explicarlo.
Hace casi seis años le diagnosticaron cáncer de colon. Subió a cenar una noche a casa y nos lo contó. «Esto no puede conmigo, estad tranquilos», prometió. Lo operaron y pasó tres meses ingresado en el hospital: su primera visita al infierno, como él decía. Cuando salió de allí comenzó a escribir un blog, en un intento de compartir su experiencia y su nueva visión de la vida. Esa en la que cosas sencillas como levantarse una mañana y sentirse bien, sin dolor, pasear por la playa disfrutando de la caricia de las olas en los pies o tumbarse sobre la hierba a observar el cielo en una noche estrellada son motivos suficientes para vivir una felicidad intensa y momentánea. En ese blog escribió una entrada que hoy releo entre lágrimas. «Lo he vuelto a hacer», la tituló, y en ella trataba de explicar su pasión. Después de aquel infierno vivido en el hospital lo había vuelto a hacer, había vuelto a volar sintiéndose libre.
Pero el cáncer no le dio respiro. Durante estos casi seis años en los que hemos tenido que acostumbrarnos a convivir con una realidad indeseable y dañina y a intentar ser felices esquivando las balas, pasó momentos muy duros. Tratamientos, quimio, operaciones en el hígado, horas infinitas de hospital, de angustia, de miedo, de dolor. Jamás lo vimos llorar ni lamentarse. Lo hizo, sin duda, pero a solas. Fue generoso con su familia y con sus amigos, y nos ahorró muchos detalles. Hace dos años enterramos a papá, derrotado por la misma enfermedad, y entonces sí lo vimos flaquear. Lloró como un niño, todos lo hicimos. Todos lo seguimos haciendo.
En los últimos tiempos, Álvaro sabía que iba a morir. En un sentido genérico, vivimos con la certidumbre de que nuestra vida tendrá un fin, pero actuamos como si no lo supiéramos. Sin embargo, él fue absolutamente consciente de estar aproximándose al final del camino. Lo habló en septiembre pasado con el médico con la naturalidad de quien comenta el partido de fútbol del domingo. “¿Cree que marcará Cristiano?”; “¿Sufriré dolor cuando llegue el momento?». Fue la conversación más cruda, dolorosa y brutal que he presenciado jamás, y aún me sigue despertando algunas noches. Él lo afrontó serenamente, y aprovechó la información que tenía para despedirse de su familia y de sus amigos a su manera. Sin dramas, sin aspavientos, con humor incluso.
Ese momento al que se referían llegó hace un par de semanas. Días antes Álvaro ingresó en la tercera planta de Oncología del Gregorio Marañón. Llegó con mucho dolor y el vientre inflamado, pero con buen aspecto físico, el mismo que había mantenido durante toda la enfermedad, contra la que nunca dejó de pelear, cuidándose mucho, haciendo deporte y manteniéndose fuerte. Pero esta vez ‘el bicho’, como él lo llamaba, venía con todo, y en pocos días acabó con Álvaro. Con su fortaleza, con su sonrisa, con sus ilusiones, con su bondad. Su madre y sus hermanos estábamos rodeando su cama cuando respiró por última vez, al caer la tarde. En ese suspiro profundo e inolvidable no solamente se escapó su vida, sino la que todos los demás hubiéramos tenido junto a él.
En esos días horribles de hospital en los que vi a mi hermano caer, me refugié en el último disco de José Ignacio Lapido. No es la primera vez que busco consuelo en las canciones del rockero granadino, que no incitan precisamente al optimismo. Pero en su fatalismo lúcido, en sus metáforas certeras e implacables, en sus imágenes de profunda belleza, hay alivio y verdad. Reconforta y acompaña esa forma de sentir y de pensar. La música de Lapido es un salvavidas, un reducto de esperanza al que aferrarse en medio de la batalla cotidiana que se libra ante nuestras narices y que a menudo nos negamos a ver.
«Sabéis que lo inmutable hoy se tambalea», canta en ese disco. Pocas afirmaciones podrían resumir de una manera tan precisa lo que significa asistir al fin de lo que iba a durar para siempre, cuando esa «estúpida ilusión de eternidad se contrae, se dilata y se agrieta». Es ‘Lo que llega y se nos va’.
La otra tarde, Álvaro lo volvió a hacer, por última vez. Como él mismo escribió, aligeró la mochila y despegó los pies del suelo después de tanto tiempo, parecía que no iba a llegar nunca. Él ya vuela para siempre y los demás nos hemos quedado aquí, pegados al suelo y a su recuerdo. Intentando comprender lo incomprensible, tratando de aprender algo de la lección de valentía, de generosidad, de coraje y de grandeza que nos ha regalado. Siendo fuertes con la fuerza que él nos transmitió.
Miro cada día uno de sus últimos dibujos, en el que se representó a sí mismo de niño, dando la espalda a la tormenta, calentándose al sol con su sonrisa de pillo y los pies descalzos hundidos en el agua, sabiendo que ese sencillo gesto al alcance de muchos es motivo suficiente para sentirse feliz. Es una imagen que me hizo llorar cuando hace meses la colocó como perfil de su whatsapp. Pero hoy me dibuja una sonrisa y me acerca a mi hermano, el niño junto al que crecí. No entraba en los planes que se marchara tan pronto, ni que sufriera como lo hizo. Pero su pelea ya ha terminado.
Lo inmutable hoy se tambalea, queridísimo Álvaro. Lo inmutable hasta hace unos días era que tú fueras mi hermano mayor toda la vida. Pero, ¿cuánto es toda la vida? La puñalada que hoy sentimos, lo que te queremos y te echamos de menos, es toda la vida. Lo que llega y se nos va.
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Querido Chema,
Las alas de tu hermano me han hecho llorar.
Un beso muy muy fuerte en estos momentos dificiles 😔
Maravilloso recuerdo para ese » Aviador» que nos ha dejado aquí y se ha largado a volar para siempre. 😘
Algunos compartimos sólo ratos de instituto y tardes en el Alto Rey, tardes de piscina, lo que se podía… La distancia es lo que tiene, que no siempre estás al lado de la gente, nada más que a ratos… Siempre con sonrisa, con bromas… Eso es la imagen que tengo de él.
Durante estos seis años he ido preguntando con regularidad por su salud y cuando el domingo pasado me llegó la noticia, me sobrecogí.
Yo, al igual que tú con la música, me quise refugiar entre letras y esto es lo que supe decirle en estos momentos:
«Si la muerte tuviera despertador para abrir los ojos una vez después de haber descansado de la vida… Si la muerte de uno fuera la muerte definitiva de todo…
En la muerte el mundo se para tan solo unos instantes. Todos se miran, callan y a lo más, suspiran. Unos pocos te lloran. Y después, el mundo continúa rulando sin que nadie, nadie, se haya dado cuenta de que ha estado parado unas décimas de segundo.
Solo tú callas para siempre y en poco tiempo desapareces. Quizás tu fama en vida haya podido dejar huella, léase Cervantes, Napoleón o Aristóteles. Pero lo más seguro es que, cuando la hija de tu hija desaparezca, no quede ni un registro de tu paso por este mundo.
No te preocupes. No eres un ser raro. El mundo fue diseñado para que nadie se quedara, y tú no ibas a ser menos.
Aunque estoy seguro que, mientras estuviste, supiste pintar más de un corazón.
Para Álvaro, In Memoriam»
Un abrazo, Chema. Para ti, para Mario y para tu madre.Muy fuerte.
No conocía a tu hermano, tampoco a ti, aunque hoy comentarlo el día que partió. Tus palabras me han llegado muy adentro y tengo ahora mismo los ojos empapados en lágrimas. Siento mucho lo mal que lo habéis pasado. Un abrazo muy fuerte a la familia.
Precioso lo que has escrito. Mucho ánimo en estas horas