Paré la música y me dirigí hacia la habitación de mi hija. La encontré feliz en su mundo infantil, construido sobre cimientos de fantasías disparatadas, mentiras amables y sueños equivocados. La mayoría de los adultos podemos reconocerlo al instante porque es el mismo lugar que también nosotros habitamos en la infancia, y que una vez abandonado contribuimos a levantar con ese material repleto de falsedades. Un mundo en el que las cosas no aparecen tal y como son, sino como nos gustaría que fueran. O como deberían ser.
“¿Quieres jugar conmigo papá?”, preguntó desde su infinita inocencia. “Claro, cariño”, contesté antes de adentrarme en su universo irreal. En mi cabeza revoloteaban aún los últimos versos de la canción de Los Enemigos que me había hecho correr a abrazarla.
La cuenta atrás, cuatro, tres, dos, uno, cero, ya.