Ayer estuve limpiando la piscina. Mientras lo hacía, pensaba en esa escena de Truman en la que Tomás (Javier Cámara) acompaña a Julián (Ricardo Darín) a la funeraria, para que éste deje preparado su propio entierro. Esa película, que trata sobre la muerte, en realidad no deja de hablar sobre la vida. Quizás porque no hay nadie que sepa aprovecharla mejor que aquel que la encara con la evidencia de un final próximo. Puede que esa certeza dé la medida exacta de las cosas que verdaderamente importan. Del valor de pedir perdón a alguien al que fallaste o el de echárselo en la cara a quien te dañó gratuitamente. De la necesidad de despojarse de lo accesorio, de esa carga que absurdamente nos agobia tantas veces. De reírse también de uno mismo. Cuando Álvaro estaba a punto de morirse, un médico le preguntó si se sentía enfadado. Él admitió que sí, que un poco, por no haber dispuesto de algo de tiempo para poner en práctica todo lo que había aprendido en los últimos años, viviendo en ese territorio inseguro acotado por el cáncer. Al escucharle decir aquello me prometí a mí mismo no olvidarlo nunca. Pero a veces lo hago.
Chema Doménech
Fue a principios de septiembre cuando acompañé a Álvaro ante el doctor que puso fecha de caducidad a su existencia. Desde ese momento, él pasó a convertirse en Julián y yo en Tomás. Sé que Ricardo Darín y Javier Cámara realizan un trabajo de interpretación impecable en la película porque durante dos meses mi hermano y yo vivimos la versión real de la historia, y mis gestos y los suyos fueron exactos a los que cualquiera puede observar en la pantalla al ver trabajar a los dos actores. Si alguna consecuencia positiva tuvo la visita a aquel médico que nos puso el final delante de los ojos fue la de despojarnos de todas las caretas. La verdad estaba ahí y ante ella no cabía ya la lamentación ni la falsa esperanza. Las vanas expectativas dieron paso al pragmatismo. Donde antes había un “venga, seguro que te pondrás mejor” aparecía ahora un “dime qué quieres que haga cuando”. El hueco que ocuparon tantas palabras inútiles, incapaces de expresar nada, lo rellenamos con silencios que lo dijeron todo.
A finales de aquel mismo septiembre Álvaro se me acercó un día: “Jose, ven que te voy a enseñar cómo funciona el tema de la depuradora”. El único lugar en el mundo en el que me llaman Jose es en la casa de mis padres, por eso esa manera de nombrarme también es para mí una forma de hogar. En esa casa mi padre hizo construir una piscina hace casi 40 años y siempre se encargó de cuidarla. Nosotros, sus hijos, le ayudábamos cada año a limpiarla, la pintábamos de vez en cuando y, sobre todo, la disfrutábamos como los críos que fuimos. En ella aprendimos a lanzarnos al agua de cabeza un verano que nos visitó mi tío Juan. Fue el mismo año que nos enseñó a pescar cangrejos en el río. Por la noche mi madre los guisaba en una salsa exquisita que nunca más he vuelto a probar. Hace años que no hay cangrejos en el río y, aunque los hubiera, tampoco mi tío podría enseñar ya a nadie a pescarlos.
Mi padre sabía cómo mantener el agua cristalina. Controlaba el funcionamiento de la depuradora, no dudaba sobre qué válvulas había que abrir o cerrar para pasar el limpiafondos o sobre cuándo había que sustituir la arena o limpiar el filtro del motor. Cuidó tanto la piscina que ésta se mantuvo inalterable mientras la decandencia se adueñaba de su cuerpo enfermo. El último verano que mi padre pasó con nosotros, Álvaro le tomó el relevo a los mandos de la vieja depuradora y, desde su marcha definitiva, fue su hijo mayor quien, por una especie de orden natural de sucesión, asumió la labor de mantener limpia el agua.
Así que la tarde de septiembre en la que mi hermano quiso enseñarme el funcionamiento de la depuradora, él y yo sabíamos que esa era la última vez que se encargaba de la tarea y que en adelante me tocaría ocuparme a mí, siguiente incauto en la línea de sucesión de cosas que nadie debería heredar. Mientras me explicaba cómo desmontar el motor para guardarlo en el garaje durante el invierno, qué válvulas tendría que ajustar cuando quisiera volver a montarlo o la posición del mando de funciones, me sentí igual que Tomás escuchando a Julián dar instrucciones al encargado de la funeraria.
Por supuesto que no me enteré de ninguna de las indicaciones de Álvaro, y tampoco se me ocurrió grabarlo con el móvil. La situación me superaba y supongo que mi cara de circunstancias era la misma que pone el personaje que interpreta Javier Cámara cuando su amigo le coloca la realidad ante sus narices con la naturalidad de quien ha asumido que, tras el nudo, llega el desenlace. Apenas un mes y medio después de aquella tarde de final de verano, Álvaro se fue para siempre, un poco enfadado por no haber tenido tiempo de poner en práctica todo lo que el cáncer le había enseñado.
Y bueno, a mí ayer me tocó limpiar la piscina. Aquel filósofo dejó escrito que en esta vida nada permanece, que lo único constante es el cambio. Sin embargo, la piscina de la casa de mis padres sigue allí después de casi 40 años, a la sombra del castillo de Jadraque, que también continúa en su cerro observando inmutable desde hace siglos cómo vienen y cómo se van generaciones enteras de jadraqueños con sus anhelos, sus preocupaciones, sus alegrías y sus tristezas. Con sus recuerdos de niñez, con sus ausencias de padres, de hermanos, de tíos que les enseñaban a pescar cangrejos en el río.
Volví a pensar en Truman mientras me deslizaba por los hierros que sirven de peldaños de acceso al cubículo que alberga la depuradora. Dudo que Álvaro pueda verme desde algún sitio, pero en ese momento supuse que, de ser así, sería capaz de regresar para recriminarme que no me enteré de nada de lo que me enseñó aquella tarde. Si no lo hizo fue sin duda porque mi padre estaría con él y frenaría su impaciencia, como hizo muchas veces en vida. «Espera hombre, vamos a ver qué tal lo hace Jose«, le tranquilizaría.
Para mi sorpresa, coloqué el motor a la primera, y abrí las válvulas que había que abrir y cerré las que debía cerrar. Después pasé el limpiafondos y tiré el agua más sucia afuera para no atorar el filtro que, aun así, tuve que desmontar y limpiar dos veces. Creo que hice todo lo que Álvaro me dijo que hiciera, y supongo que él se habría sentido orgulloso como yo lo estaba cuando terminé el trabajo, varias horas después. Como Truman, la piscina había encontrado al fin y al cabo unas manos que la seguirían cuidando.
Me senté entonces en el borde y me lié un pitillo disfrutando del momento, deseando como cada día poder hablar, al menos una vez más, con mi hermano y con mi padre. «El agua está otra vez limpia», les habría dicho. «Es la vida la que se nos está quedando turbia».