Cada tarde se sentaban en el escalón del portal de un edificio que amenazaba ruina, conscientes de que en cualquier momento se les vendría encima. Quizás, en su ingenuidad, confiaban en salir indemnes. Allí fumaban algunos cigarrillos y se besaban o se gritaban, según el día. En todo caso, siempre se hacían pedazos.
Aquel portal de Madrid entre Quintana y El Carmen fue durante años su rincón en el mundo, el lugar en el que cientos de veces se prometieron un amor que sabían imposible y, por tanto, indestructible. Por eso insistían en la trampa. Su empeño en quererse era más tozudo que la realidad, que percibían deformada por el filtro de la tristeza. Ella la llevó incrustada en el alma desde que era una niña, y él se enamoró precisamente de esos ojos tristes, en los que nunca aprendió a mirarse.
Desde el principio ambos se contagiaron de lágrimas y se acostumbraron a las madrugadas frías de la pena. Lloraron cada uno de los golpes y nunca se ahorraron un reproche. Lo dieron todo, y todo lo que consiguieron fue nada.
Una tarde de extraña calma acordaron que, cuando al fin se perdiesen en la inevitable tormenta, volverían a encontrarse en aquel portal. ‘Te estaré esperando aquí’, dijo ella, convencida de su mentira. Media hora después, él se alejó caminando hacia Ventas sabiendo que no cumpliría el trato. Antes de llegar al puente vislumbró el final, y tuvo claro que tenía que hacerlo. Aquella noche fue la última que lo cruzó con lágrimas en la cara.
Remontar el vuelo se hizo difícil, y a veces se buscaron como aviones en tierra. Pero ambos unieron sus fuerzas hasta lograr distanciarse definitivamente. En su afán por destruir, construyeron un final desastroso, un adiós amargo a la altura de su historia. Y nunca volvieron a verse.
Hace poco él regresó al portal de ese edificio que ya no existe. Fue puro azar, no un acto premeditado y tampoco temerario, ni siquiera valiente. Se sabía fuera de peligro porque los escombros de aquella ruina se habían retirado hacía mucho tiempo. Se sentó donde acostumbraban a hacerlo juntos, buscó un pitillo y lo prendió mientras observaba sorprendido cómo había crecido la ciudad. Nunca imaginó que aquellos solares vacíos pudieran algún día albergar los relucientes edificios que, ante sus ojos, se estiraban hacia el sol. Se sintió afortunado, pese a todo, de haber habitado en la penumbra de aquellos ojos tristes. ‘Te estaré esperando aquí’, le había prometido ella. ‘Al final no me mintió’, pensó.
Después se levantó, apuró el cigarrillo y, esbozando una levísima sonrisa, se despidió de la tristeza.
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