La otra tarde descolgué el teléfono y al otro lado escuché: ¿dónde estás? Contesté que subiendo la M-30, pero si hubiera sido sincero habría dicho que en el libro de Donald Ray Pollock que terminé hace unos días. Lo mismo me ocurrió en el bolo que Morgan dio en el Azkena Rock Festival el sábado pasado, magnífico sin duda. Los he visto otras veces y ya he dejado aquí impresiones sobre ello. Pero si esta vez lo sé es gracias a que me lo contaron porque, si bien lo viví a unos pocos metros del escenario, en realidad me había quedado en el de enfrente, donde acababa de terminar el show de Wilco. Y si tardo más de una semana en escribir esto es porque las crónicas se hacen cuando acaban los conciertos, y yo a ratos todavía creo que estoy de pie en la tercera o cuarta fila fascinado una vez más ante la banda de Chicago.
Es curioso que vivir consista en irse de los sitios y que precisamente para expresar el momento en el que alguien se va inesperada y definitivamente digamos que ‘se quedó en el sitio’. A veces las palabras son señuelos que encierran trampas. Si te entretienes en analizarlas puedes verte enredado en cuestiones filosóficas que te coloquen ante todas las contradicciones que tiene esta vida. Y una vez ahí, lo mejor es asumirlas, sin más.
Un amigo sostiene la teoría de que hay melodías de Wilco tan increíblemente bellas que, cuando las compuso, Jeff Tweedy necesitaba romperlas para liberar sus demonios, llenarlas de ruido, de caos, de contradicción. Y de esa forma consiguió hacerlas perfectas. Una tarde soleada de verano en la que irrumpe una tormenta. ¿Hay algo mejor?
No estoy seguro de que sea una teoría válida pero si a mi amigo le sirve, lo es. En todo caso, ¿quién necesita teorías para justificar la grandeza de esas catedrales emocionales que Jeff Tweedy ha ido levantando junto al resto de sus compañeros de banda a lo largo de los últimos lustros? Estas canciones son sencillamente eso, magníficos refugios sonoros hechos a la medida de quien se siente a salvo en ellos, edificios sólidos por los que pasan los años sin erosionarlos ni causarles la mínima grieta, el más leve desconchón. Sitios seguros en los que quedarse.
Quizás el de la otra noche en el fantástico festival que es el Azkena Rock haya sido uno de los shows más sobresalientes de Wilco en España de los últimos años. Por sonido, por interpretación, por repertorio y por ganas. Una banda que hace muchos años que se mueve en la élite, que ha logrado un sello propio y a la vez universal, que ya es historia viviente pero que, lejos del acomodo, conserva la ilusión de quien fía todo a la música. Cómo no recordar de su última visita a Madrid en el festival Noches del Botánico de 2016 el momento en que desenchufaron todos sus instrumentos para morder en acústico California Stars y saborear la esencia: un grupo de músicos al desnudo tocando una canción como si estuvieran en una reunión de amigos y no en una gira internacional ante miles de personas.
En Wilco, la excelencia en su puesta en escena se presupone en cada uno de sus conciertos y, sin embargo, no deja de sorprender el hecho de que cada uno de los seis músicos ejecute su papel de forma perfecta, sin necesidad ni de mirarse entre ellos, aunque a veces, pocas, lo hacen y sonríen. Todos tocan al servicio de la canción. Una maquinaria infalible en la que el bajo de John Stirrat y la batería de Glenn Kotche marcan el latido del grupo, que palpita literalmente en el pecho de quienes están enfrente. Donde Pat Sansone, aparentemente a lo suyo, está en permanente contacto con todo lo que sucede alrededor apoyando cuando tiene que hacerlo y destacando siempre, ya sea en los teclados, al banjo, a la guitarra acústica o extrayendo riffs a la telecaster. Qué seguridad para una banda contar con un multiinstrumentista así.
Como el discreto Mikael Jorgensen, pianista, teclista e ingeniero de sonido, responsable desde su puesto en segunda fila de mucha de la magia sónica que Wilco desplega en el escenario durante el concierto. Y la espectacularidad de Nels Cline, considerado uno de los guitarristas vivos más influyentes del mundo, ligado para siempre a ese solo de Impossible Germany que todos esperan desde el inicio del bolo pero que no es sino una pequeña parte del botín que atesora en sus guitarras y que derrocha en dos horas a manos llenas.
Y, al fin y al frente de todo, Jeff Tweedy, tocado por su sempiterno sombrero y por el halo de los genios, compositor colosal, músico revolucionario, el único cantante que admitirían las canciones de Wilco. Jefe de una banda eterna que en el Azkena ofreció un repertorio excelso visitando sus discos más aclamados con especial atención al Yankee Hotel Foxtrop y en el que incluso recuperó un par de canciones de su primer trabajo, el extraordinario A.M., antes de su rendición a la experimentación y a todo lo que estaba por venir.
La última crónica que escribí aquí acerca de un concierto de Wilco fue la de su bolo en Vistalegre en 2012. Por circunstancias íntimas elegí un momento preciso, el de A Shot In The Arm, y lo títulé Un chute contra el dolor. Lo recuerdo como un concierto balsámico en medio de una tormenta que acababa de comenzar y cuyos nubarrones ya nunca se disiparían. Aquella noche me quedé en ese sitio.
En el bolo del Azkena, ese lugar fue tal vez el final de Impossible Germany ligado al inicio de Jesus, Etc, una de esas cuatro o cinco canciones que pueden definir una vida. Pero imposible asimismo no conmoverse con I Am Trying To Break Your Heart, I’ll Fight, Misunderstood, Shouldn’t Be Ashamed, Heavy Metal Drummer y muchos otros de esos edificios emocionales de los que es tan difícil salir como tentador quedarse.
Y es que en realidad vivir es irse de los sitios, pero de algunos solo es posible hacerlo permaneciendo en ellos para siempre. Tal vez asumiéndolo y renunciando al señuelo de tratar de entenderlo, ahora sí estaría en condiciones de volver a ver a Morgan que, al margen de su actuación, la otra noche hizo algo admirable: salir al escenario inmediatamente después de Wilco. Son unos valientes.
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Precioso artículo sobre esta enorme banda