La infantería humilde y eficaz

Miguel PajaresChema Doménech

No sé qué habrá sido de la hermana Estela. La conocí en Andagoya, selva del Chocó, Colombia, en el verano de mis 19 años. Ella tendría alrededor de 30 entonces. Era una mujer menuda y tímida que hablaba con la suavidad de su acento colombiano y con palabras que salían de sus labios ya dulcificadas por su sonrisa permanente. La hermana Estela parecía frágil, pero tengo grabada en la mente su imagen el día que durante más de ocho horas caminó por el río San Juan con el agua por encima de la cintura, vestida con un aparatoso hábito que el obispo de aquella diócesis no le permitía quitarse ni siquiera en esas condiciones de calor y humedad altísimos, y con un machete enorme en la mano que utilizaba con golpes sorprendentemente enérgicos cuando la selva permitía abrir una pequeña trocha por la ribera.

La caminata de aquel día, extraordinaria para cualquiera pero habitual para ella cuando el caudal del río estaba bajo y no permitía desplazarse a bordo de una ‘champa’, no tenía otro motivo que llegar hasta un pueblito río arriba de Andagoya y atender a unas ancianas con lepra. Estas viejitas leprosas vivían en chozas minúsculas de madera con el techo de uralita, como casi todos allí, pero aisladas del resto de la población al ser consideradas apestadas. Si alguna salía a la calle, siempre había un muchacho dispuesto a lanzarle un insulto o una piedra. El hedor, el calor y el panorama dentro de esos cubículos era más que sofocante, no apto para estómagos delicados. Y las únicas manos que puntualmente trataban de aliviar el dolor de esas pústulas amarillentas que se abrían sobre la piel negra, que estrechaban aquellos muñones podridos y que secaban las lágrimas de esos rostros incompletos de mirada asustada eran las pequeñas y fuertes manos de la hermana Estela.

Nunca la vi tratando de aleccionar a nadie en materia de religión. Ni a ella ni a ninguna de las otras tres monjas, dos de ellas españolas, que formaban la pequeña congregación de San José de la Montaña en Andagoya. Las religiosas sí se levantaban y se acostaban rezando, pero no estaban allí para evangelizar, al menos no con palabras. Lo suyo era ese evangelio cuya premisa fundamental dicta amar al prójimo como a uno mismo, y a ello habían entregado sus vidas. Su única doctrina era la de los hechos. En un pueblo de miles de habitantes en el que no había servicios sociales, donde el único dispensario médico había sido arrasado un par de años antes por la guerrilla, la casa de las monjas de Andagoya era el lugar al que todos acudían. Allí se acogía a los niños abandonados, se trataba de frenar la malaria con unas pastillas negras y grandes como frijoles, se enseñaba a leer a los pequeños, se distribuía comida… Todos los problemas del mundo iban a parar a esa casa en la que, paradójicamente, se respiraba una paz y una felicidad como casi nunca he vuelto a ver. Muchos moribundos de aquella remota selva colombiana dejaron esta vida llevándose en la retina como última visión el rostro sereno y amoroso de la hermana Estela, de la hermana Mercedes, de la hermana Amparo o de la madre Prado.

También ignoro lo que habrá pasado con Antonio, hermano de San Juan de Dios y superior en el albergue para transeúntes que esta orden tenía en un barrio problemático de Quito, Ecuador. El hermano Antonio era un andaluz de rostro ceñudo y severo y parco en palabras, que dosificaba en un tono parecido al de la regañina. Quizás era su carácter natural, o tal vez lo había moldeado en un intento de mantener cierto orden y disciplina dentro del caos de aquel edificio en el que residían de forma continua o temporal cientos de personas cargando en sus espaldas el peso de sus vidas quebradas y sin esperanza. El rostro del hermano Antonio permanecía impasible ante cualquier circunstancia, por penosa que ésta fuera. Recuerdo la misma expresión en su mirada el día que lavaba el culo a un anciano con demencia y éste defecó sobre sus manos que cuando en otra ocasión entró en la cocina y anunció con sorna que los de la ONU enviaban un jamón, mientras depositaba en la mesa el hueso casi pelado de lo que había sido una auténtica pata ibérica de Guijuelo y del que se acabó aprovechando hasta la última tira adherida de carne. Tampoco se alteró la tarde en que llegó aquel muchacho que no pasaría de los 15 años llorando de dolor. Venía del hospital, donde le habían extraído del abdomen una bala a consecuencia de un disparo recibido en una reyerta. Cuando el hermano Antonio le levantó al chaval la camiseta vio que parte del intestino sobresalía de la herida, que no había sido suturada, sólo disimulada con un esparadrapo. El andaluz no perdió tiempo en lamentarse, subió al chico al ‘toyota’ y dedicó el resto del día a que ese boquete en la tripa fuera convenientemente tratado en el hospital. En aquel albergue tampoco se adoctrinaba a nadie. Había crucifijos y una capilla, donde rezaban los hermanos y todo aquel que voluntariamente deseaba hacerlo. También había un retrato del Papa, el mismo que se manifestaba en contra del uso de preservativos, aunque en el albergue se dispensaban en algunos casos. Son las licencias que se pueden permitir quienes trabajan a pie de obra y conocen el percal, quienes cada día se sumergen en las miserias ajenas por amor a los demás y al mismo Dios que se adora en Roma, aunque a veces parezcan distintos.

Tampoco sé dónde estará Jesús, aquel curita destinado en una aldea de Guadalajara que muchas veces pasaba la noche haciendo penitencia arrodillado en un banco de la iglesia y del que las viejas del lugar decían que era un santo. Jesús no paró hasta convencer al obispo para que lo mandara a misiones. La última vez que supe de él vivía en Venezuela. Estoy seguro de que donde esté, habrá alguien cerca para quien la vida será más fácil, como les ocurría a los vecinos de Ramón en Cuba. Desde seminarista, tuvo claro que quería compartir su vida con los pobres, así en cuanto se ordenó sacerdote Ramón se presentó también ante su obispo. Logró que lo enviaran a la isla caribeña, donde se enfrentó a la pobreza y también a la hostilidad de un régimen el que los curas católicos no son bienvenidos. Cuando lo visité llevaba años inmerso en un mar de burocracia intentando conseguir permisos para levantar una biblioteca para menores y adultos. Un poco antes había llegado al mismo pueblo con todos los parabienes de las autoridades locales un grupo de jóvenes proetarras vascos, a los que se facilitó un edificio nuevo para que explicaran a la población la supuesta persecución política que sufrían en España. Allí estaba el edificio, perfectamente cerrado e inservible, con una enorme ikurriña pintada en la fachada bajo el lema “Euskadi y Cuba, por la unión de los pueblos oprimidos”. Ramón tuvo que abandonar esa gran mentira que es la isla cubana sin lograr poner en pie su ansiada biblioteca.

Estos recuerdos se amontonan ahora a raíz del caso de Miguel Pajares, el misionero que ha muerto a causa del ébola contraído en Liberia, y las reacciones que su traslado a España y su posterior fallecimiento han despertado en los medios y las redes sociales. Algunas ciertamente miserables. Y es inevitable pensar que muchos de los que critican lo que ha ocurrido con el padre Miguel no lo harían si no se tratara de un religioso católico. Quizás serían otros quienes lanzarían reproches en ese caso, así de sectarias y ramplonas son algunas mentes. Frente a esa miseria moral se alza la grandeza de quien es capaz de entregar todo, incluida su vida, para ayudar a los demás, sea por la causa que sea. La valentía de quienes llegan a lugares de los que todos quieren irse, los que alzan su voz frente a la injusticia aun sabiendo que claman en el desierto. En ese territorio se mueven miles de católicos de vidas heroicas que no tendrán espacio en los medios de comunicación hasta que no contraigan una enfermedad contagiosa y letal. A ellos los veo como la iglesia verdadera, en contraste con esa otra iglesia dogmática y fanática, prepotente y carente de piedad, que no tiene reparo en juzgar a los demás ni arruinar vidas otorgándose la capacidad de decidir qué está bien y qué está mal. Frente a un obispo rugiendo ante un micrófono en contra del matrimonio homosexual, la labor callada y compasiva de esa infantería obediente, humilde y eficaz, desplegada en los lugares más horrorosos de este planeta.

Hace tiempo que dejé de creer en el dios de mis padres, en cualquier dios. Pero conservo la fe en la hermana Estela, en el hermano Antonio, en los curas Jesús y Ramón. No he olvidado lo que vi. Por ello, si alguna vez me sintiera desesperado, hundido y al borde del abismo, no buscaría la ayuda de quienes estos días dan lecciones de moralidad barata en tuiter, incluidos algunos políticos infames. En medio de la oscuridad más absoluta, querría aferrarme a la luz de alguien como el padre Miguel Pajares.

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3 comentarios sobre “La infantería humilde y eficaz

  1. Me ha emocionado este post…qué injusto es este mundo…y qué gran lección nos dan personas como él, capaces de entregar su vida por los más desfavorecidos…ojalá existiera un cielo para la gente que eligió irse al infierno a mitigar el dolor de los que no tuvieron opción

  2. Gracias de todo corazón, es buenísimo , el Padre Miguel fue Luz para muchos de nosotros pero sobre todo fue amor para muchos desamparados que hoy lloran desconsolados en Liberia…. Por el Padre Miguel, Hermana Chantal, Hermano Patrick y el Hermano George,que murieron por un amor incondicional al prójimo, al desfavorecido , por su labor, por su recuerdo, continuamos en la lucha…Gracias por tu escrito .

    Un miembro Orgulloso de esa Infanteria Silenciosa

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