José Ignacio Lapido: El rock que alumbra el corazón de la ciudad

Hace frío en este Teatro Barceló vacío apenas una hora antes de que José Ignacio Lapido y su banda de músicos habitual lo caldeen disparando canciones a quemarropa. En el interior del camerino se escuchan risas en las que se diluye la tensión previa al escenario, bromas inofensivas y banales entre camaradas acostumbrados a rellenar horas juntos con vivencias de todo tipo. Alguien menciona aquel partido de fútbol contra las drogas en el que participaron, con Jota de Los Planetas en la portería. Sin duda, sería un buen día. Lapido, con expresión impenetrable, fuma y pasea en silencio de lado a lado de la estrecha estancia ajeno al discreto bullicio, concentrado en sus pensamientos. Lleva tres semanas prácticamente en dique seco, apenas ha podido colgarse la guitarra para ensayar. Un dolor salvaje en el nervio ciático lo ha tenido en un grito y en posición horizontal más tiempo del deseado para un rockero. También refleja algún problema en las palmas de las manos, «lo ideal para un guitarrista», bromea el granadino tirando de sarcasmo, marca de la casa. Sin embargo, la medicina parece que, por hoy, funciona. Acaban de finiquitar la prueba de sonido y los músicos están preparados para esas dos horas de actuación que darán sentido a una jornada que se ha desarrollado rápida y conforme al guion previsto y tantas veces repetido en día de bolo: madrugón en Granada, furgoneta, A4, comida fugaz, ajustes de sonido y espera nerviosa para soltar en el escenario la adrenalina acumulada. Lapido lleva más de tres décadas subiéndose a ellos y, sin embargo, no puede evitar ser presa de esos nervios en los minutos previos al concierto. «Por más años que pasen, esto no cambia», dice. «Luego, en el momento en que sales afuera, se te pasa todo».

Chema Doménech

Y ese momento, como casi todo en la vida, acaba por llegar. El frío de hace un rato ha sido sustituido por la calidez de un público que al final ha llenado el Teatro Barceló. Afuera late la ciudad bajo la luz sucia de un húmedo atardecer típicamente otoñal. Malasaña es un hervidero de gente dispuesta a explorar las posibilidades del sábado noche cuando en el interior de la sala los músicos irrumpen sonrientes en el escenario, decididos por su parte a indagar una vez más en las canciones nacidas del universo propio de uno de los autores más solventes del rock nacional. Un ‘músico de culto’, quizás a su pesar, como se ha escrito alguna vez, porque dicho título nunca garantizó el pago de ninguna factura. Aunque a él sí le ha procurado el respeto reverencial y la admiración de la mayoría de colegas de profesión y de una más o menos numerosa legión de seguidores acérrimos, lapidistas y lapidianos que se emocionan y se identifican con la mirada lúcida con la que Lapido enfoca el mundo y sus enigmas a través de canciones monumentales. Hoy incluso hay niños en la sala, escuchando, tal vez, una de sus primeras lecciones vitales en lo que a música se refiere.

Este concierto es el que cierra en Madrid la gira de El alma dormida, su último disco hasta la fecha. Aunque sonarán temas de otros trabajos de su ya extensa trayectoria como solista después de su paso por 091 como guitarrista entre los primeros 80 y mediados de los 90. Una trayectoria en la que no ha bajado el nivel en ningún momento, más bien al contrario. El recital de rock sólido, eficaz y contundente que se desarrollará durante las dos próximas horas así lo atestiguarán.

La banda en el camerino, instantes antes de subir al escenario.

El concierto se inicia con Largo de contar, canción incluida en aquel magnífico disco, Cartografía, que permite dar una entrada personal a cada miembro de la banda. Comienza con el golpe de bombo de Popi González, saludando con media sonrisa sentado a la batería. José Ignacio Lapido arpegia ya su vieja Gibson SG cuando suena el piano delicado de Raúl Bernal, cuya imagen tras los teclados parece sacada de cualquier concierto mítico de rock setentero.Un entusiasta Jacinto Ríos empieza a hinchar con las notas del bajo el colchón que sustentará las melodías mientras Víctor Sánchez, disfrutando como un niño en una fiesta y metido en el concierto desde el minuto cero, arranca con el slide a su guitarra el riff de entrada a este medio tiempo melancólico de tono desencantado. «Yo te hablaría del trato que el diablo sin duda nos ofrecerá / cuando el futuro nos dé de lado y nos cubra la oscuridad», son los primeros versos que canta Lapido en un recital que irá in crescendo y que alcanzará momentos de auténtico fervor rockero, con la sala sacudida por la descarga de alto voltaje que desplegará esta banda en su búsqueda incesante del Dios de la luz eléctrica, tema que cerrará el concierto 23 canciones después ante un público rendido a la evidencia de una música de calidad excepcional y de una puesta en escena impecable.

Desde ese arranque con Largo de contar, los temas se sucederán como latigazos, sin apenas espacio para las presentaciones ante el micrófono. De todos es sabido que Lapido prefiere hablar a guitarrazos, y de eso no faltará esta noche. Canciones recientes como Nuestro trabajo, Mañana quién sabe o ¡Cuidado! se alternan en la primera parte del concierto con temas ya clásicos en el repertorio del músico como las tremendas Luz de ciudades en llamas, En el ángulo muerto o La antesala del dolor. Hay auténtico alborozo general cuando suenan los riffs musculosos de Lo que llega y se nos va, y alguien en la sala piensa que esa canción otra vez le arrancará un par de lágrimas. Hay quien se tatúa en la piel un mensaje para no olvidarlo nunca, y hay quien no necesita hacerlo porque lo lleva de por vida clavado en el corazón.

Muchas de estas canciones son himnos vitales para los seguidores de Lapido, que viven el concierto con devoción genuina. El músico no puede evitar contagiarse del entusiasmo con el que le suelen recibir en Madrid, y se permite incluso reír abiertamente en algunos momentos. Se le ve relajado en compañía de los músicos que llevan tantos años acompañándolo y a quienes esta noche, de nuevo, dará públicamente las gracias por ello. Son los mismos músicos que confiesan a quien quiera escuchar que para ellos supone un privilegio poder tocar estas canciones y compartir música con el poeta eléctrico, sobrenombre con el que es conocido el granadino y que le encaja como un guante.

En la escalera de incendios, Dinosaurios, Estrellas del Purgatorio y La versión oficial, todas ellas canciones de El alma dormida, inician el bloque de la segunda parte del concierto, con Lapido refugiado tras la guitarra acústica. Después, ya armado con la eléctrica, encara Cuando el ángel decida volver y una versión a máxima potencia de Cuando por fin, con la que la banda abandona el escenario por primera vez.

Volverán en el primero de los dos bises para interpretar esa delicada joya que es Algo me aleja de ti, en la que una orquesta toca Moon River mientras alrededor todo se derrumba. Después vendrán Noticias del infierno y Espejismo nº 8, con ese característico riff de pentatónica y única concesión al repertorio de los Cero («se habla, pero no hay nada seguro», dice Lapido cuando se le pregunta sobre los rumores de una nueva reunión de la banda). Tras otra pausa llegará el último añadido, en el que Con la lluvia del atardecer es interpretado en solitario por Lapido y Raúl Bernal y que se cierra definitivamente con la banda al completo y en ebullición con El Dios de la luz eléctrica.

Tras estas dos horas de furiosa descarga rockera, el ambiente en el camerino ha cambiado. Ya no hay nervios, bromas circunstanciales ni risas tensas. En su lugar hay sonrisas, alegría compartida, felicitaciones, abrazos. Todos se muestran satisfechos de su trabajo. Uno los mira y también se siente privilegiado por poder compartir estos momentos de intimidad de una banda que encarna los valores más preciados y auténticos del oficio de músico. En realidad, simplemente ser contemporáneo de un escritor con la profundidad, con la carga cultural y emocional que encierran las canciones de Lapido puede que ya sea un privilegio por sí mismo.

A uno le gustaría explicar las razones por las que estas canciones son fundamentales, los motivos que hacen que la vida sea mejor gracias a ellas. Pero se conforma con agradecérselo al músico en silencio porque, como el mismo Lapido diría, es largo, es muy largo de contar.

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