Tocar con la mano izquierda los pequeños botones de acompañamiento en el acordeón mientras con la derecha se ataca la melodía siempre lo consideré un imposible. El sistema de bajos y contrabajos de ese instrumento parece algo diabólico. Me consta que hay músicos profesionales que graban acordeones en discos a quienes se les resiste la botonera maldita.
Él, sin embargo, tocaba el acordeón con todos los dedos con la naturalidad con la que afrontaba casi todo en la vida. Sin alardes ni grandes pretensiones. Tocaba porque le hacía feliz, y a quienes lo quisimos nos alegraba que lo hiciera, aunque casi nunca pensáramos en ello mientras sonaba su música. La felicidad de lo cotidiano suele ser apreciable cuando ya ha sucedido. En eso se parece a las heridas, que duelen de verdad cuando se enfrían.
No obstante, la tarde de verano de la foto le pedí que tocara el acordeón solo para agarrar ese momento y disfrutarlo con plena consciencia. Él tocó igual que siempre, feliz y evadido, llevando la melodía en una mano y los contrabajos en la otra. Como si fuera fácil. Y yo miraba una vez más ese pequeño milagro sin alcanzar a vislumbrar que los auténticos imposibles llegarían después. Como el de mantener el equilibrio sobre el abismo de la ausencia, que en una mano sostiene el puñal de la nostalgia que te desgarra mientras en la otra ofrece el consuelo de la memoria, que te salva.
Hace un par de semanas fue el día del padre y poco después su cumpleaños, el cuarto que no puedo felicitarlo. Pero la foto y estas líneas las publico hoy o mañana o el mes que viene, porque ya nunca hay un día más especial que otro para pensar en él. Porque desde que nadie toca ese acordeón todos los días escucho su música, la melodía y el acompañamiento. Aunque también eso sea imposible.