
Sara, una amiga que ha crecido alimentándose con la música de Pereza, se encontró hace unos meses a Leiva en una terraza de la Latina en compañía de César Pop. Con el corazón latiéndole más rápido de lo normal se paró un momento a prudente distancia, dudando si acercarse a pedir una foto al autor de algunas de las canciones que la definen mejor que su DNI. Al final el pudor venció a las ganas, y se alejó maldiciendo su timidez pero satisfecha de haber tenido tan cerca al ídolo. A estas alturas todo el mundo sabe ya que Leiva teloneó a los Rolling Stones en su concierto de hace un par de semanas en Madrid. Él también estuvo próximo a los ídolos (es pública su adoración por Keith Richards) y también se quedó sin foto con ellos, en este caso porque los dioses del rock no se dignaron descender al mundo de los mortales para saludar al músico que abría su show. Tal vez lo hubieran hecho de haber sabido que a los diez años ese tipo ya soñaba con una telecaster mientras escuchaba Sticky Fingers. O tal vez no. Probablemente los Stones, en su divinidad, hayan olvidado algo que todavía iguala a Sara con Leiva: ambos saben que, lo mismo en una terraza de la Latina que en un estadio con 60.000 personas, es arriesgado adentrarse en el terreno de los mitos, tratar de sostener la mirada a los putos héroes.
La reflexión surge tras leer la crónica que Kike Turrón ha escrito para la web de Leiva sobre la experiencia de telonear a la banda de rock’n’roll más influyente del mundo, en la que refleja bien la emoción del músico madrileño y del resto de la Leiband ante este acontecimiento histórico para ellos. También el férreo control que la maquinaria stoniana ejerce sobre todos los aspectos que rodean al concierto, donde ningún detalle escapa a su supervisión. Es el terreno de Sus Majestades, como escribe Turrón, y el papel de todos los demás se reduce al de súbdito. Eso incluye a Leiva, que durante parte de la tarde mantendrá la ilusión de ser recibido en una suerte de audiencia real por las leyendas vivientes, algo que finalmente no ocurre. Los Rolling Stones ni siquiera presencian su actuación, pues llegan al estadio cuando el de la Alameda de Osuna ya ha concluido, y saltan al escenario directamente desde los furgones negros que los traen del hotel, los mismos en los que se esfumarán en cuanto den por terminado el show. Goodbye, héroes.
Con foto o sin ella, para Leiva abrir un concierto de la banda por la que él se colgó una guitarra habrá sido lo más parecido a tocar el cielo. Pero el relato de lo que ocurrió en el backstage la tarde-noche del 25 de junio en el Bernabéu sirve para evidenciar otra realidad: quien más quien menos necesita ídolos, espejos rutilantes en los que ver reflejados los sueños propios, guías encargados de explorar los senderos que uno mismo desearía transitar. Poco importa que se trate de un futbolista, de una estrella del cine o de un genio del diseño, porque los sentimientos que despiertan entre quienes los siguen son similares: admiración, gratitud, deseo de estar cerca de ellos, de hacerles partícipes de esos sueños… En los héroes proyectamos lo que no somos, ellos aciertan a señalar algo que nos ronda por el alma o tienen barra libre en nuestras emociones con sólo expresar las suyas. Marcan el camino.
En el arte en general y en la música particularmente el sentimiento se intensifica. Por eso existen canciones que nos emocionan hasta las lágrimas o que se incrustan en nuestra biografía, por la misma razón que llegamos a considerar a un músico o a un poeta como alguien cercano, querido incluso, aunque jamás hayamos cruzado una mirada ni una palabra. Hace tiempo solía bromear con mis amigos afirmando que quería más a Bruce Springsteen que a muchos de mis conocidos. En realidad no era broma. Nunca me tomé una cerveza con Enrique Urquijo, pero el día que la radio me despertó con la noticia de su muerte la almohada quedó empapada de pena.
El problema puede aparecer cuando se accede realmente al universo del ídolo, corriendo el riesgo de descubrir rotos en las costuras del traje de héroe. Hay quien no lo asume, y pasa de adorar a alguien a tildarlo de gilipollas en base a una impresión, sólo porque el día que se acercó a él no le puso buena cara. Tal vez el mito tuviera un problema personal, dolor de estómago o estuviera harto de escuchar historias ajenas. También cabe la posibilidad de que efectivamente se comportase como un gilipollas, pero hasta en ese caso gestionar la decepción es responsabilidad de uno mismo: nadie tiene culpa de no estar a la altura de las expectativas que los demás se han creado, de no ser lo que otros esperan que sea.
«Mejor no hacer demasiadas preguntas si tienes algo bueno que perder». Lo clava Quique González en Viejos Capos, porque siempre es complicado manejar de cerca la relación con alguien que en la distancia te ha emocionado profundamente, como lo es tratar de expresar una admiración que va más allá de las palabras. Por eso la mayoría de las veces éstas sobran, o no aparecen. Un músico que hoy frecuenta escenarios juntos a grandes ídolos contaba que un día coincidió en un avión con Serrat y se puso tan nervioso que fue incapaz de decirle nada en todo el viaje. Es lo mismo que le pasó a mi amiga Sara con Leiva y César Pop aquella tarde en la terraza de la Latina. Nadie con un mínimo de sensibilidad es inmune al influjo del mito. Con todo, en ocasiones merece la pena asumir el riesgo de romper las distancias. El periodismo unas veces y la ilusión otras me han procurado la gran fortuna de comprobar que algunos ídolos aparecen precisamente cuando se despojan del disfraz de putos héroes.

Ignoro si para Leiva fue una pequeña decepción no haber podido redondear su sueño saludando a los Stones al tenerlos tan cerca. Leyendo la crónica de Kike Turrón reviví una escena presenciada en el último concierto al que he asistido en ese mismo estadio Santiago Bernabéu. Aquella noche la estrella planetaria que ofreció varias horas de rock no se marchó a toda prisa después del show, sino que bajó la rampa tranquilamente y, en un gesto que pareció de agradecimiento, fue estrechando una por una las manos de cada miembro del personal técnico y de seguridad que se encontró hasta perderse camino de los camerinos, después de acercarse a las gradas a saludar y agradecer los aplausos del público. De haber tenido telonero, tal vez Bruce Springsteen no hubiera evitado el sencillo y a la vez grandioso gesto de saludarlo. O tal vez sí. En realidad poco importa, porque el valor de los héroes se mide únicamente por lo que muestran en público. Gestionar lo demás es cosa de cada cual. También está escrito en Viejos Capos: «Los números no fallan, tus ídolos sí. Sólo tienes que vivir con ello».
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Chema, sueltas verdades como puños. Quizá es mejor no acercarse a aquel que te transmite una sensación así. Un segundo o una mirada, pueden resultar más largos que años de admiración.
Y señor Leiva, por si le sirve de algo: Si hubiese tenido entrada, habría disfrutado más de su telón que del escenario de los Stones. Sacrílegos y satánicos saludos.
Yo era uno de los detractores de Leiva. No por él, si no por lo que se quedaban fuera para telonear a los Stones. Bien es cierto que «sus satánicas majestades» están por encima del bien y del mal y en estos momentos sus maneras son parte de un circo y no una banda. Una pena tener a Keith Richards tan cerca y no poder tocarlo.
AL margen de esto diré una cosa: ¡escribes de una forma brutal! Y no me refiero a faltas de ortografía o algo similar. No. Me refiero a la manera de tomar el hilo por un extremo y no dejar que soltemos hasta el final. No sé si sirve de algo este comentario (personal) pero ahí lo dejo.
Saludo.
Te agradezco muchísimo el comentario. La compensación que uno recibe al escribir en una página tan personal es comprobar que esas palabras llegan a algún sitio y hay a quien le sirven para algo. Muchas gracias.