Jorge Marazu en el manantial de Luz

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Una pareja de patos blancos chapotea en la pequeña laguna que adorna la entrada de Blascosancho, muy cerca del frontón viejo. Al otro lado se levanta el nuevo, construido junto a la ‘casa de los maestros’, hoy convertida en alojamiento rural. En ella habitó el niño Jorge Hernández Marazuela, quien años después adoptaría el nombre artístico de Jorge Marazu. La hora es todavía propicia para la siesta, por eso los patos de la laguna son aparentemente el único vestigio de vida que percibimos al llegar a este minúsculo pueblo de la moraña abulense. El sol de agosto se desploma sobre la llanura a través de una leve brisa, adueñándose con su luz primaria y cegadora del silencio de las calles vacías y de la quietud de los campos amarillos de cereal ya cosechado. Es la luz de la vieja Castilla, indiferente al tiempo y a las personas y fuente de inspiración para poetas, escritores y artistas de toda época y condición. La misma luz que refulge espléndida en Lumínica, el tercer disco de Marazu, que sale a la venta el próximo 22 de septiembre editado por Universal. Son precisamente esta luz y el rastro de ese puñado de canciones lo que esta tarde de verano nos ha conducido hasta aquí.

Chema Doménech

Jorge Marazu se ha subido al coche en Ávila, la ciudad en la que vive y a la que no ha sabido ni querido renunciar. Lo intentó hace meses, alquiló un piso en Madrid y trató de habituarse al ritmo frenético de la capital. Pero extrañaba el silencio, la calma que a menudo busca en rincones escondidos a la orilla del río Adaja o en las inmediaciones del humilladero de Los Cuatro Postes, y el simulacro madrileño duró poco. «Me he preguntado a veces por qué tengo esa relación amistosa con la soledad y la conclusión es que la llevo dentro. Me crié en un pueblo de menos de cien habitantes y eso marca el carácter», reflexiona Marazu mientras nos dirigimos a la localidad a la que alude, Blascosancho, a escasos 20 kilómetros de la capital castellana. De allí procede su familia materna y es el lugar en el que vivió hasta los once años, cuando se mudó a Ávila junto a sus padres y su hermana. En el municipio residen todavía su abuela y sus tíos, y él siempre que puede se escapa a verlos y a darse una vuelta por esos paisajes en los que quedó sobreimpresionada una infancia feliz. La suya.

Allí donde conoció la suerte, tal y como lo describe en Catorce años atrás, una de las canciones que incluye en el nuevo disco y quizás de las más redondas que, musical y emocionalmente, ha escrito nunca. «Eso es lo que dice Toni, que es la mejor canción que he hecho. Puede que tenga razón, lo que sí te aseguro es que es de las que más trabajo me ha costado escribir». Marazu alude a Toni Brunet, productor de Lumínica y del disco anterior, Escandinavia, un músico que ha entendido a la perfección el particular universo del compositor abulense y en quien éste se ha apoyado en los últimos años, desde aquella aventura de la Ruta de los Colmaos que, por cierto, también ha dejado poso en el nuevo álbum.

En el trayecto hasta Blancosancho el músico no para de hablar. Se le nota nervioso e ilusionado ante lo que está por llegar. Saca el teléfono móvil y muestra la versión final de la portada y el artwork del disco. Mañana tendrá que dar el OK definitivo porque ya hay fecha de lanzamiento: el 22 de septiembre, apenas queda un mes. Que una multinacional como Universal haya decidido apostar por él después de autoeditar dos discos también es algo ante lo que siente responsabilidad. Se muestra encantado con el trato recibido hasta ahora y no quiere fallar a nadie, ni a la compañía ni al público. Y cree que la mejor manera de conseguirlo es no fallándose a sí mismo, asumiendo con honestidad quién es: «Me he convencido de que lo más importante es sentirte feliz con lo que haces. Ha habido épocas en las que he llegado incluso a regodearme un poco en la tristeza, pero estoy en otro momento. Tengo en la cabeza un montón de ideas y proyectos. Dedicarse a este oficio es lo más bonito del mundo y quiero disfrutar totalmente de ello». Entre los motivos que últimamente ha tenido para dicho disfrute se cuenta haber sido invitado por Pablo Milanés a cantar junto a él en el festival La Mar de Músicas de Cartagena o haber compuesto una canción para Infinitos bailes, el último disco de Raphael, algo que le hizo dedicar semanas a investigar la vida, las películas y la discografía del cantante de Linares.

«ME HE CONVENCIDO DE QUE LO MÁS IMPORTANTE ES SENTIRTE FELIZ CON LO QUE HACES. HA HABIDO ÉPOCAS EN LAS QUE ME HE REGODEADO UN POCO EN LA TRISTEZA, PERO ESTOY EN OTRO MOMENTO»

Mientras observa la inmensa llanura a través de la ventanilla, Jorge se refiere a Miguel Delibes como el escritor que supo captar certeramente el alma rural de esta tierra dura, difícil y hermosa y el carácter de sus habitantes. Efectivamente, al llegar al pueblo comprobamos que bien podría corretear por estas calles Daniel, el Mochuelo, el crío de El camino, y que en aquella casa de la esquina habría podido situarse la oficina de teléfonos que regentaban las Lepóridas. Pedro, el protagonista central de La sombra del ciprés es alargada, también es un niño cuando recala en Ávila procedente de una aldea cercana, una experiencia que vivió realmente Jorge Marazu al mudarse a la ciudad: «Imagínate el shock que fue para mí encontrarme el primer día de colegio con 30 chicos en clase cuando aquí éramos cinco niños y cada uno de una edad diferente», dice.

Posar la vista en este lugar es hacerlo en un muestrario de nostalgias: la laguna, el frontón, los soportales de la iglesia, la campana del reloj… Todo eso lo encontramos alrededor, pero en realidad está en cualquier sitio en el que alguna vez alguien sintió la emoción de experimentar cosas por primera vez, también el amor. Por eso resulta tan familiar aunque nunca se haya estado antes aquí. Y por eso algunas canciones de Lumínica conmueven de una forma tan íntima.

"De la laguna al frontón".
«De la laguna al frontón».

«Ven, te voy a enseñar el lugar en el que he escrito casi todo este disco», apremia Jorge tras aparcar el coche. Acto seguido franqueamos la entrada de la casa de su bisabuelo, a la que su tío, actual propietario, ha hecho algunas mejoras como alicatar el baño o enlosar el primitivo piso de cemento, si bien no le ha borrado la esencia rústica, reflejada aún en las imperfecciones de los tabiques, en los gruesos cordones eléctricos o en el mobiliario antiguo. En esta casa todo es de una época anterior, incluso las palabras que designan su contenido. Como la ‘gloria’, que antaño servía para calentar la vivienda, o como el ‘sobrado’, al que nos dirigimos ya a través de una angosta escalera. Es el desván de la casa, situado bajo el tejado y repleto de cachivaches y artilugios también añejos y cubiertos de polvo: aquí un casco y unas gafas de motorista colgando de un viejo perchero; allí un cabecero de cama de latón junto a un colchón de lana enrollado. En una esquina, frente a un ventanal por el que se cuelan irrefrenables los rayos del sol, hay una mesa, una silla, un bolígrafo, un cenicero. Es el lugar donde el compositor terminó la mayoría de las canciones de Lumínica, aquí pasó largas horas trabajando, escribiendo, estudiando, digiriendo alegrías y tristezas para convertirlas en una docena de canciones. Probablemente era esto lo que habíamos venido a buscar. Su manantial de luz.

Así se llama el tema que abre este tercer disco del abulense: Luz. Desde su comienzo ya se aprecia algo que será una constante a lo largo de todo el trabajo: el carácter optimista de estas canciones, dando la razón a lo que su autor manifestaba antes sobre su propósito de disfrutar. Si Escandinavia fue una despedida, bella pero dolorosa, Lumínica es el comienzo de algo esperanzador. Un alegato radiante, cargado de épica y realzado por una producción colorida en la que llama la atención a la primera escucha el protagonismo de las percusiones. Unas bases inspiradas en palos del flamenco, en músicas de raíz. Es lo que ocurre en canciones como la referida Luz, Cometa o la impresionante Líneas de Nazca, que junto a Catorce años atrás perfilan una primera parte del disco arrebatadora, bella, poderosa. Canciones con muchos quilates. También con muchas horas de trabajo detrás, según confiesa su autor, quien asegura vivir el proceso de composición intensamente, sufriendo a menudo y excavando en la roca muchas veces a ciegas, hasta dar con la ansiada veta.

Luces de diciembre, que apunta hacia Latinoamérica igual que lo hace la alegre Río, marca la frontera hacia un territorio más melódico, en el que se alza como puntal la bonita Elia, una composición que remite a aquel exitoso Más de Alejandro Sanz y que hubiera podido cantar el mismísimo Nino Bravo. Es quizás la inquietante El muro de Berlín la letra que mayor dolor encierra en el álbum, la que justifica tanta luz puesto que para que ésta exista también debe existir la oscuridad. Quienes busquen al Marazu más popero podrán encontrarlo en 29, mientras que el que lo prefiera en su versión más tradicional disfrutará con Barrio de Santa Cruz, que tiene alma de jota, vocación de rondalla y la notable colaboración de Diego Galaz al violín y la mandolina. El disco se cierra con una pequeña joya, una especie de nana dulce y vibrante llamada Simulacro sostenida en arpegios de guitarra acústica. Pura emoción, perfecta para terminar este precioso viaje al pasado y al futuro que es Lumínica.

QUIZÁS LA MAYOR DIFICULTAD QUE ENTRAÑA ‘LUMÍNICA’ SEA ETIQUETARLO, DELIMITARLO ENTRE UNOS PARÁMETROS MUSICALMENTE HOMOGÉNEOS

El disco fue grabado en Tarragona, en La Casa Murada, bajo la producción de Toni Brunet y con la banda de músicos habitual en los últimos tiempos: Brunet a las guitarras, Jacob Reguilón al bajo y Charly Arancegui a la batería y percusión. A ellos se unieron Sebastián Merlín con percusiones y bombo legüero (tradicional del folclore argentino y, como queda dicho, con mucho protagonismo en el disco), Alexis Hernández a los teclados y Sheila Blanco en los coros. También hay colaboraciones de violines, trompa, trompetas, cello… Luz, en definitiva.

Quizás la mayor dificultad que entraña Lumínica sea etiquetarlo, delimitarlo entre unos parámetros musicales homogéneos. «A veces pienso que tendría que hacer discos más uniformes estilísticamente, ceñirme a patrones más rígidos, pero he escuchado tantas músicas diferentes, me apasionan tantas cosas distintas, que creo que al final eso lo reflejo en mi trabajo. Estamos hablando de emociones, algo que no se controla». Tal vez ese eclecticismo, esa amalgama de estilos, sea en realidad el estilo de Marazu, su sello personal. Porque todo cobra sentido al pasarlo por el tamiz de su sensibilidad y su excepcional manera de interpretar.

Hablamos de ello mientras tomamos un cortado en el bar del pueblo. Al entrar, Araceli, la dueña, se ha alegrado de ver al joven cantautor. «¿Qué tal, te vas otra vez a hacer las Américas?», le ha saludado jovial cuando lo ha visto. Ya en la terraza se ha acercado otra vecina del pueblo, una joven que casualmente fue compañera de trabajo en Ávila, en la época del Telepi, como él se refiere a la empresa de pizzas a domicilio en la que trabajó durante años. Cuántas canciones soñadas encima de una moto de repartidor. «Que te vaya muy bien con el disco», le desea su amiga al despedirse.

Aquí en Blascosancho Marazu es sencillamente Jorge, el hijo de Almudena, una chica del pueblo, y de Antonio, natural del vecino Sanchidrian que es conocido en la comarca como ‘el músico’ por su profesión de cantante de orquesta. Paseando por estas calles y estos campos, Jorge saluda a todo aquel con el que se encuentra y después va aclarando: «Este es el padre de mi mejor amigo; con este otro pasaba las tardes viendo cómo construían el frontón nuevo…». «Aquí me siento libre. Toda esta gente es como de mi familia, porque me he criado con ellos», concluye. Sin duda, el mayor punto de apoyo de Jorge Marazu siempre ha sido su familia: sus abuelos, sus padres, su hermana, desde hace poco su pequeña sobrina… Y el amor, muy presente también en esta nueva colección de canciones. Y tal vez esa infancia entre adultos que hoy estamos recordando sea la responsable de que el compositor aún conserve la mirada del niño que tiene todo por descubrir pero escriba con la verdad, la lucidez y la profundidad del viejo que ha visto muchas cosas.

«Vendré un par de días para las fiestas», le ha prometido a su abuela tras pasar un momento por su casa, antes de subir al coche y emprender el regreso a Ávila. «¿Pero es que ya os vais?, ¿No os quedáis a tomar nada?», contesta ella desde su sala de estar, adornada con fotos de sus nietos. En el trayecto la literatura vuelve a ser el tema de conversación. Y la música. Salen a relucir dos nombres por los que Marazu siente pasión: Enrique Urquijo y Federico García Lorca. Es público que el primero es quien más le influyó a la hora de decidir dedicarse a la música, y que lo suyo es algo más que devoción por la obra del segundo, por quien rastrea sin descando en hemerotecas a la caza de detalles de su biografía. «Hay aspectos de Lorca que apenas se conocen, pero que son increíbles. Desde hace tiempo investigo su relación con Ávila y me he encontrado cosas que me parecen casi místicas. Me gustaría escribir sobre ello, sacarlo a la luz de alguna manera», dice.

«DARÍA ABSOLUTAMENTE TODO POR CANTAR FLAMENCO, CAMBIARÍA TODAS MIS CANCIONES POR ESO»

En el reproductor de música ha comenzado a sonar Lumínica. Su autor confiesa que hace semanas que no lo escucha. Conversamos sobre posibles referencias a Wilco, a Tim Christensen o a Jeff Buckley, entonces Marazu cambia de tercio. «Si no has escuchado esto de Ray Heredia, de nada por descubrírtelo», dice a la vez que pincha Lo bueno y lo malo. «¡Joder, qué maravilla!», exclama mientras suena la voz del gitano. Después enlazará con Y no te enteras de Bambino, artista a quien, según afirma, no se cansó de escuchar mientras escribía el disco. «Hay mucho de Bambino en Lumínica, quizás no en la música pero sí en la intención. Creo que en este país, a pesar de toda la mierda que vemos a diario en la política y tal, también tenemos cosas tan acojonantes como el flamenco. Tenemos a Camarón, ¿hay algo más grande? Yo daría absolutamente todo por poder cantar flamenco, cambiaría todas mis canciones por eso», asegura convencido.

Antes de dejar al músico en la puerta de su casa, éste propone visitar un par de sus rincones abulenses favoritos, los que frecuenta cuando siente esa necesidad de soledad a la que se refería al principio de la tarde. Volvemos una vez más a Delibes recordando a Alfredo, el niño de La sombra del ciprés es alargada que quería ser marinero. En la novela, el chico conduce a su amigo Pedro hasta un alto desde el que se divisa una panorámica de la capital abulense rodeada por la muralla en forma de proa de embarcación. Es el lugar hasta el que hemos subido para presenciar la puesta de sol. «¡Desde aquí, Ávila parece un barco!», gritaba el niño que soñaba con cruzar el mundo capitaneando un buque mercante. «Tenía razón. Desde aquí, Ávila parece un barco», repite el artista que sueña con cruzarlo agarrado a un puñado de canciones. A la velocidad de esta luz que, por hoy, ya se esconde.

"Ávila parece un barco".
«Ávila parece un barco».

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