«Vivir es dejar atrás algunas cosas para llegar a otras», dijo el filósofo. Pero se le olvidó añadir que hay cosas irreemplazables y que, una vez alojadas definitivamente en el retrovisor, ninguna otra llenará su espacio. Tendemos a vivir como si todo lo que nos es habitual fuera a permanecer para siempre, hasta que, de repente, lo que creíamos seguro desaparece. Un amigo con el que has compartido años de camaradería. Un día se va, o deja de serlo. Te entristeces pero sigues viviendo, no pasa nada. Lo malo es que sí pasa, y sabes que está al acecho el momento en el que abras los ojos y la ausencia te golpee en la cara brutalmente, haciendo pedazos el muro de contención que, de manera consciente o no, habías levantado. Es entonces cuando comprendes la magnitud de la pérdida. Y lo sientes de veras. Y duele.
Durante años asistí con frecuencia a conciertos de Antonio Vega. Lo vi en multitud de ocasiones en muchos sitios diferentes, era algo ‘habitual’. A veces, casi siempre, el bolo comenzaba con retraso, lo bastante para que entre el público se extendiesen los murmullos y las especulaciones sobre si saldría o no a tocar. Antonio vivía bajo esa interrogante perpetua acerca de su estado de salud. Pero al final siempre salía y todos enmudecíamos, él pulsaba tres acordes de su guitarra y en la sala la inquietud daba paso a la magia. Eso también era habitual.
Lo veías en el escenario con su cabeza y su mirada eternamente inclinadas hacia el suelo, su cuerpo extremadamente delgado, la figura frágil, y te preguntabas dónde anidaba la fuerza para cantar, en qué lugar encontraba Antonio Vega la inspiración para recorrer la guitarra de manera tan precisa, para seguir reinventando notas y sonidos que iluminaban y reconfortaban el alma de quien escuchaba. Al terminar levantaba brevemente la cabeza, miraba a su banda con una media sonrisa cómplice, se acercaba al micro y decía: «Esos chicos». Y en muchas pupilas brillaba el rastro de esa emoción que suscitaba el genio de Antonio.
Cada uno de sus conciertos significaba un repaso a una parte de mi vida, la relectura de un capítulo ya disfrutado. «El sitio de mi recreo» ocupará hasta el día que me muera un lugar preferente entre las canciones que adoro, las que han marcado mi existencia. «Se dejaba llevar», «Anatomía de una ola», «Tesoros», «Elixir de juventud», «La chica de ayer», «Lucha de gigantes»… Todas viajan en mi equipaje, a todas las llevo en el corazón, en la mente y en el alma. Son viejas amigas con las que siempre es un placer reencontrarse. Guardo con afecto especial cada uno de sus trabajos. «No me iré mañana», «Océano de sol», «Anatomía de una ola», «De un lugar perdido», son títulos indispensables. Durante un tiempo quemé muchos kilómetros escuchando el «Básico» en el coche. El disco que Antonio dedicó a su inolvidable Marga, sus 3.000 noches, es maravilloso, fruto de meses de trabajo obsesivo, frenético, enfermizo, intentando no dejar espacio al dolor que se le desbordaba en las entrañas por la muerte de su compañera. Ahí están «Pasa el otoño», «Ángel de Orión» o la emocionante «Te espero» (Te espero porque volverás, tal vez me dé la vuelta un día y estés tú detrás…).
Como compositor, y aunque ya se ha repetido hasta la saciedad, fue un auténtico genio, de una sensibilidad realmente fuera de lo común. Como intérprete, uno de los cantantes más dotados para la emoción de la música en castellano, con una voz preciosa, inimitable e inolvidable. Y en su faceta de guitarrista también destacó como un eterno investigador de las seis cuerdas. El bonito libro biográfico que escribió Juan Bosco lo describe como un ser febril, estudioso incesante del instrumento, un perfeccionista obsesivo a la búsqueda incansable de universos sonoros desconocidos, de acordes imposibles y de nuevas texturas musicales.
Nunca entrevisté a Antonio Vega, tampoco surgió la ocasión de hacerlo. Tengo compañeros que lo intentaron y no lo consiguieron. No era fácil coincidir con él, habitaba un mundo ajeno al que es común a la mayoría de la gente. Y no es que rehuyera el contacto o fuera inaccesible. Simplemente, los astros no se alineaban. Sí he hablado de él con algunos buenos amigos suyos y a través de ellos he podido asomarme a su universo particular. El universo de una persona especial e irrepetible, con sus miserias y sus grandezas.
Me enteré de su muerte una mañana en el trabajo. Me impresionó aunque no me sorprendió, al fin y al cabo Antonio llevaba años muriéndose poco a poco delante de todos. Saqué el iPod, pinché uno de sus discos y me fui al bar de la esquina. Sonreí tristemente al camarero y pedí a la memoria del músico una fanta de naranja, su bebida favorita. Por la noche me acerqué a la capilla ardiente, en la sede de la SGAE. Algunos compañeros habían hecho guardia durante el día para recoger las reacciones a su muerte. Yo fui tarde, quedaba poca gente; la familia y algunos amigos. En la sala había un pequeño escenario y en él la fotografía que aparece unas líneas más arriba y una guitarra conectada a un ampli a disposición de quien quisiera con ella darle el último adiós. Según me contaron, ninguno de los numerosos músicos que pasaron por allí aquel día se atrevió a tocarla. Un chaval bastante joven se acercó al féretro, puso una mano sobre él y durante varios minutos se quedo allí de pie, inmóvil, con los ojos cerrados. Después desapareció por la puerta sin mirar atrás.
Esa imagen me hizo pensar en lo huérfanos que Antonio dejaba a quienes hemos crecido y vivido intensamente a través de sus canciones. A quienes nos hemos enamorado y desenamorado con ellas, a los que hemos reído y llorado escuchando su voz. Me entristeció, aunque me consolaba pensar que su obra estará cerca siempre que la necesite. Que cuando me apetezca podré escuchar cualquiera de sus canciones mientras por el retrovisor evoco imágenes que ya sólo habitan en la memoria. Como acababa de hacer aquel chico, yo también aproveché el momento para despedirme mentalmente de él y darle las gracias por todo lo que, sin saberlo, había hecho por mí.
Fueron pasando los días sin Antonio. Después las semanas y los meses. Y un jueves por la noche, de repente, descubrí lo mucho que lo echaba de menos. En un instante tomé plena conciencia de que ya ningún jueves como aquel podría ir a verlo a Clamores, ni a ningún otro sitio. Que nunca más escucharía en directo el arpegio de «El sitio de mi recreo» mientras mi corazón palpitaba al ritmo de su voz. Que sería imposible vislumbrar su mirada y su media sonrisa cómplice dirigida a los fieles músicos de su banda mientras decía: «Esos chicos». Lo que durante muchos años fue algo habitual, comprar sus nuevos discos o asistir a sus conciertos, había desaparecido para siempre. Y entonces, al fin, lloré por Antonio Vega. Y también lloré por mí.
Hace unos meses el Ayuntamiento de Madrid le puso el nombre de Antonio a una placita situada en el barrio de Malasaña. No es muy lucida, pero seguro que a él le hubiera gustado, está a un paso de su querido Penta. Todavía no lo he hecho, pero un día que presienta la tristeza al acecho me acercaré por allí y, con el iPod en una mano y una fanta de naranja en la otra, me sentaré a echar un vistazo por el retrovisor. Y sonreiré. Por Antonio Vega. Y también por mí.
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Simplemente precioso Chema.
qué grande Chema. Gracias por traerme algunos preciosos recuerdos. Es uno de mis favoritos. Cómo no!
Está genial Chema. Me encanta.
Felicidades.
Preciosas palabras. Coincido en muchos de tus sentimientos.
No había podido leerlo hasta hoy, aunque sabía que era un artículo extraordinario. Se puede escribir mucho sobre Antonio, pero de calidad hay poco, y éste es uno de esos «relatos» emotivo, elegante y respetuoso, como su autor. No añado nada más, no puedo, sólo decir que he sentido que la que me tomaba la Fanta de Naranja era yo. Gracias Chema.
Muy emocionante, Chema, GRACIAS.
Emocionante, gracias por expresar los sentimientos que nos nacen del corazón de la magia de Antonio.
Me has hecho un favor recordándome a Antonio.
Aún hoy, su página web, la que pacientemente sigue atendiendo Ángel, es la única relacionada con la música que visito. A través de ella he accedido a tu blog.
Un abrazo
Muy emocionante tu escrito sobre Antonio. Al leerlo me he sentido muy identificado con todo lo que dices. Yo también echo mucho de menos al Maestro.
Gracias Chema por compartir estas emociones.
Que ti Antonio !
Como nos gusta.
Yo no me canso de escucharlo.
Un abrazo Chema.
buenísimo, genial, fantástico, emocionante «artículo».
Precioso lo que has escrito. En el mundo de la música mirar por el retrovisor es, inevitablemente, echar de menos a Antonio Vega.
Fantástico Chema, enhorabuena y que bonitas palabras refiriendote A.V.Hace un año que lo he descubierto y me encanta era un genio, poeta, sus canciones tan profundas,preciosas.Yo he comprado todo lo que he encontrado, el libro Mis 4 estaciones de J.Bosco es excelente, el que haya podido grabar sus conversaciones, ( del propio Antonio) impresa su letra, dibujos,su poesia que puedo decir que tu no hayas descrito.
He regalado varios
El documental, me gustó aunque yo habría suprimido algunas secuencias que no tenian por que ..?
Simplemente gracias, es un bellísimo homenaje, a la persona y al músico.