La muerte del abuelo

Chema Doménech

Fue tras la muerte de mi abuelo cuando supe que el mundo nunca iba a pararse por nadie. En esos primeros años de adolescencia aún mantenía la absurda convicción que me había acompañado desde la infancia según la cual yo era, de alguna manera, alguien especial. Siempre sentí esa sensación irracional de haber sido tocado por una suerte de varita mágica que me distinguía de los demás y me mantenía a salvo de desgracias y fracasos que únicamente podían ocurrirle a otros. No a mí. Era una creencia que no llegaba a materializarse como tal, más bien se trataba de un pensamiento vago, de una noción difusa pero real. Igual que la certeza de haber nacido para trascender, mi segunda idea egocéntrica y ridícula. Pensaba que mi paso por la tierra no podía acabar un día con la muerte. Antes de ese momento tendría que haber hecho algo importante por lo que ser recordado. Como Cervantes, Quevedo y todos los escritores clásicos que había empezado a estudiar en las clases de Literatura del instituto y que, según Lourdes, la profesora, merecían la condición de genios inmortales. Mi razonamiento, que nunca llegué a concretar, insisto, era el siguiente: Si las generaciones futuras no iban a saber de mi existencia, ¿qué sentido tenía la vida?

Seguramente fueron estas estúpidas creencias las que hicieron que, entre la maraña de sentimientos que me provocó la muerte de mi abuelo, el dominante fuera la perplejidad. Hubo tristeza pero, sobre todo, asombro. Me resultaba inconcebible que, el mismo día del entierro, el pueblo mantuviera su pulso inalterable: el tractor de Cecilio subiendo la calle Mayor a la vuelta de la labor en el campo; el murmullo de las voces y las risas de quienes como cada tarde echaban la partida en el bar de Julio; las imágenes de hombres y mujeres con bolsas de la compra en la mano, saludándose despreocupadamente o parándose a charlar en la esquina de la oficina del Banco Hispanoamericano…

Todo se revelaba extrañamente normal, ofensivamente indiferente, mientras regresábamos del cementerio a casa en el coche de mi padre, que conducía en silencio aún con los ojos húmedos tras despedirse definitivamente del suyo. Mi madre iba a su lado, acompañándolo como siempre hizo, como haría hasta el último día. Y mis hermanos y yo, apelotonados en los asientos de atrás del Renault 9, observábamos -en mi caso con una mezcla de irritación y  sorpresa- cómo la gente del pueblo seguía su vida de forma imperturbable, ajena a nuestro dolor. 

Había visto a la mayoría de esas personas pocas horas antes, en casa de mis abuelos, durante el velatorio. Aún tardaría tiempo en escuchar la palabra tanatorio y en conocer su significado, y pasaría mucho más hasta que el pueblo dispusiera de uno de esos edificios en los que todos están de paso, vivos y muertos, y cuyas puertas de entrada son también las de salida de la realidad.

Pero en aquellos días la gente se moría en su casa y en ella se le daba el último adiós. Los vecinos entraban sin llamar a cualquier hora a despedirse del difunto y expresar su pésame a los familiares, que los recibían ofreciendo a su vez algún refrigerio. Las palabras sinceras de consuelo se mezclaban con gestos falsamente afectados, con levantamientos de cejas y expresiones vacías nacidas de lugares comunes: “Es ley de vida”; “qué le vamos a hacer”; “el otro día lo vi en la huerta y estaba muy bien”. Ya de madrugada la puerta se cerraba y sólo quedaban velando al cadáver la familia y los íntimos. 

De aquel día conservo nítida en la memoria la imagen de mi abuelo rígido, tumbado en su cama, amortajado con el traje gris oscuro que solía ponerse los domingos que iba a misa. Recuerdo su piel de cera y el frío denso que sentí en los labios cuando mis padres me impelieron a darle un último beso. También recuerdo la falta de tacto de una mujer desagradable a la que conocía de verla por el pueblo con el ceño siempre fruncido y una queja a punto en la boca, que nada más llegar, y refiriéndose al cuerpo de mi abuelo, espetó a mi madre: “¿Dónde lo tenéis?”.

Y a mucha gente entrando y saliendo de la casa por las angostas escaleras que subían desde el fondo de la tienda. Porque mis abuelos vivían en el piso superior del pequeño comercio que mi padre había heredado de ellos y para acceder a la vivienda había que atravesar el establecimiento, ya que aquella carecía de una puerta independiente a la calle. De esa manera, mis abuelos jamás entraron a su casa por un zaguán al uso, sino por el ‘Bazar’, que en aquellos años era, junto al bar de Julio, la farmacia de Pepe Gallego y la barbería de Roberto, uno de los puntos neurálgicos del pueblo.

Aquel día en que enterramos al abuelo Felipe, mis padres y mis dos hermanos pequeños se fueron a la cama temprano, nada más anochecer. Permanecimos levantados Álvaro y yo, los dos hijos mayores. Aburridos quizás de un silencio y unos sentimientos a los que no estábamos acostumbrados, prendimos la televisión. Ponían una revista de Lina Morgan interpretando su proverbial papel de cateta: sombrero ridículo, gestos desmesurados, muecas absurdas, la pierna torcida… Todo eso. El público reía a carcajadas y mi hermano y yo mirábamos la pantalla distraídos, sumidos cada uno en nuestros pensamientos. Al poco se levantó mi madre y nos ordenó apagar el televisor. “¿Es que no tenéis respeto por nada?”, dijo enfadada. 

Entonces, nuevamente asombrado por la normalidad de una situación extraordinaria, caí definitivamente en la cuenta de que mi mundo tampoco iba a detenerse por la muerte del abuelo.

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